dimecres, de març 14, 2007

OMNIPRESENTE, INCONTROLADA PUBLICIDAD

A cualquier medio de comunicación periodística (impreso, radiofónico, televisivo o digital) cabe exigirle por lo menos 1/ que, fuere cual fuere su versión de la actualidad, nos ofrezca datos suficientes para -comprendiéndolos y explicándolos- construir la nuestra, y 2/ que nos asegure una lectura fluida de esta versión, que no esté acosada ni interrumpida por los anuncios publicitarios.
Hay medios periodísticos que cumplen muy bien la primera exigencia, pero cuesta mucho más encontrar alguno que satisfaga la segunda. La comunicación publicitaria mantiene, extiende y refuerza su hegemonía sobre la periodística. Si hasta hace poco el periodismo digital no acusaba tanto las servidumbres e interferencias que impone la publicidad en los soportes tradicionales, ahora, en cambio, los propios digitales aparecen desbordados por esa incontenible oleada publicitaria que está inundando la Red. Y ya se orienta hacia los móviles. Implícita o explícitamente, los soportes impresos y los audiovisuales privados legitiman esta hegemonía al reconocer que dependen de los anuncios para subsistir: lucrar en el mercado publicitario es para ellos conditio sine qua non para existir. Ahora, los soportes digitales y muchos otros sitios de la Red multiplican cada vez más sus propios lucros llegando a veces al estrépito audiovisual o a ocupar toda la pantalla con un anuncio.
Pero la hegemonía de la publicidad se extiende mucho más allá de la comunicación periodística: pone su impronta en nuestra vida cotidiana dentro y fuera de casa, en todos los escenarios y las ocasiones posibles. De manera que, sumadas, nuestras lecturas periodísticas de cada jornada sólo componen una parte en el universo de los anuncios. Nuestra lectura de los soportes impresos, emitidos y digitales es libre, voluntaria, selectiva, en tanto que la publicidad no nos deja opción posible y, fuere cual fuere nuestra reacción ante cada anuncio, nos asedia con relatos recurrentes, donde cada vez más la necesaria información persuasiva acerca de los bienes o servicios ofrecidos merma o desaparece mientras se potencia, la manipulación desinformadora mediante un arsenal de slogans, íconos y relatos cargados de mitos y estereotipos. Y mientras los críticos de los medios atacan una y otra vez, con razón, al “infoentretenimiento” que trivializa la cobertura de la actualidad periodística, escasean todavía las críticas al que podríamos llamar “publientretenimiento”. Como si los efectos de este último se limitaran hasta ahora a casos extremos de violencia, sexismo, racismo. Como si, en nombre de la alegada “creatividad”, todo fuera automáticamente disfrutado por los lectores.
Hace falta el coraje de Ségolène Royal para anunciar en su programa de gobierno la imposición de tasas a los ingresos publicitarios de las cadenas de televisión privadas para financiar al audiovisual público. Al sur de los Pirineos predomina, en cambio, una permisividad sin límites, también y sobre todo en este campo primordial de la publicidad televisiva. No conozco tandas publicitarias más extensas -ni más impertinentes, cuando el programa emitido interesa- que las de los canales españoles, tanto privados como públicos. La Comisión Europea abrirá este año un procedimiento de infracción contra el Gobierno de Rodríguez Zapatero por no respetar las restricciones publicitarias (12 minutos por hora) que prescribe la Televisión sin Fronteras. Como muy bien afirma Viviane Reding, comisaria europea de la Sociedad de la Información, la nueva directiva “no cambiará la cantidad de anuncios permitida” porque el objetivo no es “tener una televisión del tipo estadounidense, donde los programas simplemente acompañan a los anuncios. En Europa es al revés”. O, por lo menos, debería ser. Porque “los anunciantes incumplen y las autoridades no hacen cumplir la ley” y “el resultado es que en España hay más anuncios de los que debería haber”.